Hoy, esta madrugada de domingo, de vuelta a casa, he dado un rodeo. He querido desviarme varias manzanas para pasar por delante de la misma fuente que aquella madrugada.
Quizás con la absurda esperanza de volver a verte tumbada en aquella fuente. Con aquél pelo rubio que reflejaba el Sol, aquella mirada azul que podía derribar muros, y aquél móvil. Aquél móvil que sujetabas con desasosiego. Aquél móvil en el que esperabas que apareciese un mensaje o una llamada que demostrase que nada de lo que había ocurrido recientemente había sido verdad. Y si había ocurrido, un mensaje en el que te dijeran que todo aquello dejaría de tener significado y sería olvidado. Que todo aquello, había sido un error. Que todo aquello nunca habría existido para nadie.
Debía ser que el destino quería jugar a ser travieso, y aquella madrugada decidió dejarme en una zona de la ciudad poco frecuente para mí. Dándome a elegir varias rutas para que tuviera la oportunidad de evitar todo aquello. Y sin saber lo que podría suceder, elegí la ruta más directa. La ruta que haría que nos conociéramos.
Debía ser que el destino se dio cuenta de lo que podía suceder. O que simplemente, viendo su victoria más conspirativa tan cerca de convertirse en realidad, consideró que ya había tenido suficiente éxito. Sólo ese podía ser el motivo por el que a cada paso que daba, me tropezaba con un Sereno. Como si hubiesen sido advertidos de que cerca de aquella calle iba a suceder algo terrible. Como si el destino hubiese querido que me encontrara con más Serenos en aquella calle y aquella noche que durante todo el resto de mi vida, para que me pusiese alerta, para que me entrase miedo y me desviase. Para que no siguiese caminando por aquella calle y no girase en aquella esquina. Pero la presencia de todos aquellos Serenos no fue suficiente. Y tomé esa calle. Giré en aquella esquina.
El Sol ya había tomado el cielo. Por lo visto el destino le había contado lo que estaba a punto de suceder y había pedido ser testigo de todo aquello. En primera fila.
El silencio que albergaba aquella calle era ensordecedor. El destino se había encargado de todo para que mis pasos fueran escuchados por ti. Para que mis pasos no pasaran desapercibidos.
No te vi hasta que fue demasiado tarde. Quizás si te hubiera visto desde la lejanía, sabiendo que un animal malherido ya no tiene nada que perder, me hubiera alejado con indiferencia a lo que te pudiera estar pasando. Pero aquel maldito quiosco te escondía de mis ojos, hasta que, una vez rebasado, aquella parte de la fuente quedó al descubierto. Y con ella, el pequeño muro sobre el que estabas echada.
Antes de que me diera cuenta nuestros ojos se estaban mirando, sólo sé que tuve que apartar la vista, algo en tu mirada quemaba como una lengua de fuego. Dirigí mi mirada al suelo y seguí caminando, detrás mío, calle arriba, se escuchaba el sonido una persiana metálica que retumbaba por toda la calle, un comerciante comenzaba su jornada.
Unos pasos más allá me paré y di la vuelta, tus ojos seguían mirándome. Me acerqué a ti, en silencio, incapaz de pronunciar palabra alguna. Me agaché para ponerme a tu altura, y tu seguías mirándome con aquél maldito silencio ensordecedor. Nuestros ojos eran los únicos que hablaban, estábamos solos, en silencio, pero nuestros ojos se hablaban.
De los bajos de un coche salió un gato, con intención de atravesar la zona peatonal de aquél paseo. Incluso él se dio cuenta de que algo no era como debía ser. Decidió cruzar aquél espacio peatonal que le separaba de los bajos del otro coche a paso ligero, mirando al frente. Pasó a nuestro lado ignorándonos, con indiferencia, no fuese a ser que él también acabara malherido. Se metió bajo el otro coche y siguió alejándose. Aquello era lo único que le preocupaba en ese momento, alejarse de nosotros.
Tomaste ejemplo del gato y tus ojos apartaron la mirada de los míos. Volvías a mirar aquél móvil con desesperación, permanecías impasible, indiferente, pero tus ojos seguían gritando. Una lágrima decidió suicidarse recorriendo tu mejilla para acabar estrellándose contra el suelo.
Tus ojos no volvieron a encontrarse con los míos nunca más, a pesar del que ahora era yo quien estaba desesperado, desesperado por volverlos a encontrar.
Te secaste la lágrima con el brazo en silencio, y no me quedó más opción que levantarme e irme. Me recuerdo alejándome calle abajo, entre aquellos árboles. Recuerdo aún el sonido de mis pasos entre aquél silencio. Aquél silencio lleno de indiferencia.